Tuesday, November 16, 2010

LOS IRIONDO Y EL PUEBLO VASCO


En contraste con la placidez y el esplendor Rossaroli, la historia de la familia Iriondo ha sido una saga áspera y difícil. Comienza por un lado en la aldea de Mendaro, junto al río Deba cerca de Motriko (Guipúzcoa), donde nació José María el día 27 de julio de 1867. Fue hijo de Martín Iriondo Otegi y de Manuela Josefa Zabala Urberuaga, ambas familias afincadas en ese pueblo desde por lo menos ochenta años antes. Probablemente tenía un hermano, José Manuel, o lo tuvo más tarde. Quedó huérfano en esa época trágica que siguió a la segunda guerra carlista y creció alimentado por la caridad de la Iglesia Católica. Eso fue visualizado de dos maneras años más tarde: “El abuelo fue seminarista” (María Irene). O bien: “Lo criaron unos curas y cuando tuvo quince años lo metieron en un barco para América” (según mi padre). Entonces desaparece la breve referencia al posible hermano.
La abuela, Josefa Audicana, también hija de vascos (de Álava), nació alrededor de 1880 en San Nicolás, provincia de Buenos Aires, en el seno de una familia acomodada. También quedó huérfana y fue criada por una familia amiga de los finados que la dejó en la miseria a ella y a sus hermanos. Con algo más de quince años de edad se casó con el viejo Iriondo, que tenía veintiocho. El noviazgo era ponderado porque el galán “venía a visitarla a caballo desde la otra provincia”. Claro que siendo San Nicolás un pueblo fronterizo, la hazaña deportiva pudo no ser muy grande…
Cuando se casaron consiguieron empleo como puesteros en una estancia ovejera. El pastoreo de ovejas era en esa época la ocupación principal en las montañas de Guipúzcoa y todavía es importante y se sospecha que José ya había aprendido el oficio de chico. El padre Martín y uno de los abuelos figuran como jornaleros y el otro era “ferrón”, una tarea famosa por lo brutal en los primitivos hornos de producción de hierro del País Vasco. Gente fina.
El detalle curioso de esa época es que la estancia en que trabajaban los recién casados pertenecía a Pancho Sierra, un famoso curandero que atraía a multitudes sanando a los enfermos con el agua de un pozo de balde que tenía en el campo, que según él tenía propiedades mágicas. El dolor de cabeza para las autoridades era que este tipo era realmente médico, con diploma expedido por la Universidad de Buenos Aires, y podía teóricamente aplicar su libre criterio en los tratamientos. Además tenía clara protección política y una pose señorial con barba blanca incluida. Así que la lucha del Ministerio de Salud Pública fue bastante desigual durante todo ese tiempo. Bastante mejor les fue a los burócratas cuando se murió el personaje y fue reemplazado por su discípula, la “Madre María”. Esta ni tenía protección política ni había estudiado nunca nada, de manera que estuvo siempre muy abajo del Maestro. Sin embargo, heredó parte de su fama y conservó sus mañas hasta bien entrado el siglo veinte. Tengo entendido que incluso su hijo la sucedió y hasta tenía un altar dedicado a ella en su casa en un barrio de Buenos Aires.
Bien, el caso es que para el año 1897 o 1898 los Iriondo trabajaban como tamberos medieros en un campo en las afueras de Pergamino, ejerciendo el oficio clásico de los vascos en Argentina. Era una vida dura y simple, que comenzaba irremediablemente todos los días del año a las tres de la mañana, ordeñando las vacas en un corral generalmente embarrado (o polvoriento, los días de suerte), seguía por la mañana repartiendo la leche en las casas del pueblo en un carro (tirado por un caballo sabio que se sabía de memoria todas las casas de los clientes) y culminaba a media tarde, cuando se apartaban los terneros de las vacas. Imposible parar nunca, porque la pobre vaca lechera produce más leche que la que puede consumir su ternero y si no se la extrae se enferma. Un tambero trabajaba evidentemente mucho más que un peón de chacra, pero era una especie de asociado del patrón y de esa manera tenía la posibilidad real de zafar de la condición de proletario.
Las distracciones, evidentemente, eran escasas. Prácticamente restringidas a tomar una copa (o dos, o tres) en el boliche y charlar un rato en euskera con otros lecheros. El problema lingüístico era serio para los recién llegados: Una vez se desbocó un caballo atado frente al boliche, enloquecido por las picaduras de los tábanos. Rompió las ataduras y corrió por las calles del centro, destrozando todo a su paso y derramando la leche de los tarros que llevaba. Fue tal el estropicio que el vasco fue llevado por un milico directamente ante el Juez de Paz como acusado del incidente e interrogado. Ardua tarea explicarse, casi imposible en el exótico idioma castellano. El tipo se defendió arduamente como pudo, tal vez ayudado por los vinos que había tomado:
  • Bueno - Comparación comparando – Tú borricano, yo tabano – Yo culo picando, tú disparando – Perros gritando – Carro volcando – Leche derramando…
No era fácil instalarse en la Argentina.
Corría el año 1905. Volviendo de un velorio, José María se bajó del sulky a abrir la tranquera y lo picó un tábano infectado con carbunclo. Murió cuatro días más tarde a los 38 años de edad. Dejaba una viuda de veinticinco años, con tres hijos y embarazada. Posibilidades de apoyo familiar nulas. En condiciones difícilmente imaginables.

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