Empezó como uno de aquellos sueños: yo sentada en la escalinata de la catedral, en Paraná, mirando las estrellas escondidas entre las palmas de la plaza central, cuando el reloj de la esquina dio las doce, y me di cuenta de que se hacía tarde, y de que estaba en el lugar equivocado. Mi cuerpo era menudo, mis piernas más rápidas, y se me hacía que tenía de nuevo diez o doce años. Nadie me reconoció en el camino, ni me detuve a saludar a nadie. Quién sabe, la gente me ignoraba, o pasaba sin verme, la verdad no interesa. Lo único que importaba eran las campanadas del reloj, inexorables, descontando el tiempo que se me escurría.
Corrí, más rápido de lo que corro ahora, calle abajo por la calle San Martín, corrí por las calles de mi infancia, camino al rumor fresco del río, a cumplir con una cita concertada mucho antes. ¡Y qué ansias las mías, de no llegar tarde otra vez!
Crucé el parque Urquiza por los atajos que usaba con mis perros para llegar a la playa, y cuando llegué al fin al muelle desierto del Rowing Club, adornado de camalotes, vi su silueta contra los reflejos de la luz del río. Mi río marrón.
Llevaba un echarpe de lana fina sobre los hombros anchos, tenía la barba blanca y los ojos grandes, y empuñaba un bastón.
-¡Abuelo! – y lo abracé llorando. Era más alto que yo, y se agachó a devolver el abrazo.
- Dónde te has perdido, mi alma…
- En tantas partes, abuelo, me fui a perder por los caminos, salí a buscarte, me fui a buscar mi huella, pero no sé cómo regresar a casa. Llévame a casa, abuelo, quiero ir a casa…
Las dos personas que soy, aquella niña del sueño y quien soy ahora, llorábamos como si el sol se hubiera perdido.
- Ay, mi alma, ya no hay la casa, si los desterrados no tenemos casa.
Despacito, me fui derrumbando en los maderos del muelle, el viejo muelle donde una vez encarnaba anzuelos mientras leía historias de piratas. Pero esta vez lloraba sobre las rodillas de un abuelo que no se parecía a nadie que alguna vez conocí.
Lloré. Me ardían los ojos, y ya no era de noche sino día claro, y mi abuelo se moría enfrente de mí. Ya no había río, ni camalotes, tan solo polvo, y piedras, y el cielo azul.
-¡Abuelo!
- Ya, hijo, ya, déjale ir…
Había sabor a lágrimas y polvo en mi boca, y mis manos en las manos de mi abuelo, y en mis hombros las manos de mi madre. Las manos largas y finas de mi madre, siempre frescas cuando al final del día yo refregaba con ellas mis ojos cansados de río, de libros y sol. Mi madre, tan Linda y tan frágil. Y en su cara esa amargura que conozco tan bien, desde aquí, y también allí, en mi sueño. Porque yo allí soy un niño, aunque me considero un hombre. Y mi madre de entonces se parece a mi madre de ahora, en todo menos el cabello, que lo lleva más espeso y más crespo. Tanto se parece, que sé que a mí me corresponde reaccionar primero, pese a la calma que llevan sus palabras. Tenemos que apresurarnos, porque nos queda poca comida y poca agua, y es largo el camino hacia Portugal. En un costado del camino, semioculta entre las rocas, quedó la tumba del hombre que llamé abuelo.
Portugal. Cruzamos un bosque de noche, en secreto, con otra gente que tampoco puede pagar la tarifa que nos piden para cruzar la frontera. Después andamos por los caminos, pero nunca acabamos de llegar a Lisboa. Los pueblos que atravesamos son rústicos, pero la gente es amable. La tierra me parece más verde, quién sabe si es por haber dejado atrás la pesadilla del viaje. Me deleita el acento de esta lengua nueva. Cuando mi madre cae con fiebre otra vez, nos vamos quedando de inquilinos en una casa de un pueblecito lleno de huertas, cabras, y alguna vaca. La dueña es compasiva, tiene la cara redonda y los ojos dulces, y dice que siempre es mejor el terruño que la suciedad y confusión de Lisboa, donde puedes caerte muerto sin que nadie te dedique un padrenuestro. Yo ayudo en la casa y en la huerta, y mis letras son suficientes para oficiar de escribiente en alguna rara ocasión. Creo que sería feliz, si no fuera por los terrores que invoca mi madre. Ya no me importa llegar al puerto para embarcar hacia Roma, o retomar mis estudios. Me fascina el madurar de las espigas, la simple magia que convierte la leche en queso. Nada de eso había en mi vida anterior. Por respeto a mi madre, no piso la iglesia, aunque el buen padre es más afable conmigo desde que descubrió mis rudimentos de latín. De vez en cuando, al pasar de los meses, encuentra alguna excusa para prestarnos algún libro de su magra biblioteca.
Sol, olvido, canciones nuevas, una flauta que el hijo de la dueña me enseña a tocar. Y una tarde al regresar del huerto, el llanto de la dueña, la ausencia de mi madre, que los soldados están buscando a todos los de mi pueblo, pues el rey ya no quiere judíos en Portugal. Y a mí se me apaga el sol.
Como entre nubes, recuerdo las voces.
- Seu nome?
- Josefa Salgueiro, seu señor. Viúva. A casa é minha.
- E o menino é seu?
- É, sim, señor, meu filho mais novo… deu uma febre nele…
Sollozo en los brazos del hombre que llamo abuelo, allá en el muelle en el Paraná.
Cuando cierro los oos, el aliento del río tiene aroma de sal, y es una fría madrugada en un muelle del otro lado del mar, donde un grupo de hombres hirsutos y con olor a ajo se preparan para subir a un navío. Una cáscara de nuez que con suerte nos llevará hasta América. Me sé joven y fuerte, a mi sonrisa no le falta un diente, y llevo mi flauta de pastor entre mis ropas.
- ¿Nombre?
- José Salgueiro, señor. De Portugal. Cristiano viejo…
- No llores, mi alma. No llores más. Hemos llegado lejos, los dos, ¿verdad? No llores por tu río, ¿no ves que has llegado al mar?
-Maya Iriondo
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