Hace ya algunos años recibí un sobre de mi hermana María Irene conteniendo algo realmente inesperado: el escudo de armas de la familia Rossaroli. ¡La pucha! ¿Cómo es esto? ¿Los Rossaroli con escudo? Realmente…
Todos sabemos que los abuelos Rossaroli fueron unos modestos aldeanos que llegaron de la Lombardía natal a la naciente localidad de Canals, en la provincia de Córdoba, para ganarse la vida lo mejor posible cultivando trigo en la chacra. ¿Cómo escudo, y de Italia, nada menos? No solo eso, el asunto parece que fue bien grosso: Los Rossaroli pertenecían a la nobleza de las ciudades del norte de Italia.
La información precisa es la siguiente: Es una familia de Brescia inscripta en el Consejo General de la Nobleza con provisión en 1688. La familia habitaba en Brescia, en la parroquia de San Giovanni, desde 1459. En el registro de ese año figura Pecino, padre de Nicola, quien vivía todavía en 1548. Hijo de éste fue Alessandro, padre de otro Alessandro que está presente en el registro de la ciudad. Tuvo un hijo en 1588, llamado Ludovico, del cual nació en 1656 Nicola, que se registra, como se ha dicho, en el Consejo General. El segundo hijo de Ludovico, Gerolamo, (n. 1660) fue padre de Ludovico (1694), quien esposó a la noble Maddalena Bona y de la cual nace Nicola, marido de la noble Eleonora Marasini y padre de Gerolamo. Este nace en Brescia el 8 de febrero de 1794 y fallece el 13 de octubre de 1875. De éste y de la mujer noble Marietta Caroli de Bérgamo (1806-1865) nace Nicola, en Bérgamo, el 7 de enero de 1832. Este último muere en la “senavra” de Milán y con el cual se extingue la familia.
Esta familia está inscripta genéricamente en el Elenco Oficial Nobiliario Italiano de 1922 con el título de NOBILI (MF) en la persona del último reconocido Ludovico q. Nicola (1818). De otra rama, Oliviero, en el año 1337 dona “a mutuo” dinero a la universidad de Verona; Jacopo fue uno de los consejeros del Conde de Virtú, que gobernaba en Verona a fines del siglo XIV; Alberto en 1517 y Girolamo en 1526 fueron agregados a aquel Noble Consejo.
Escudo: Mitades de rojo y plata con dos bandas atravesando. La superior de color verde y la inferior de color azul.
También surge en la historia un Giuseppe Rossaroli como Mariscal de Campo de la caballería napolitana que formó parte de la invasión de Napoleón a Rusia. Nunca más se supo, claro.
Lo primero que se observa acá es la extraordinaria longevidad y la avanzada edad en que aparecen los primogénitos, 34 años en promedio (casualmente, la edad en que ahora Maya dio a luz a su primer hijo). Después, que existe una coherencia, tal vez no casual, entre la tradición familiar y la crónica genealógica que acompaña al escudo que encontró María Irene. Según esa crónica el último Rossaroli registrado desapareció en Milán durante un famoso levantamiento y caos ocurrido en 1860 o 1870. Era la época en que la Lombardía luchaba por independizarse del Imperio Austro-Húngaro y en todo ese territorio se peleaba, se mataba, se rompía y se moría todos los días durante varias décadas, por amor a la patria grande italiana. Ahora, atención: ¿De qué lado habrá estado el pariente en ese maremágnum? Escalofriante…
Lo que sigue son las anécdotas familiares. Resulta que en Italia quedaba solamente un hombre con apellido Rossaroli, creo que se llamaba Pippino, en una aldea de la provincia de Pavía. Se casó con Rosa y tuvieron nada menos que ¡once hijos varones! El primogénito de los cuales fue mi abuelo Pedro, allá por 1860. Desde muy chico Pedro salió al mundo a trabajar. A los 14 años de edad fue conchabado junto con otras cuadrillas para trabajar en la construcción de un ferrocarril en Argelia. Recuerda que su campamento estaba rodeado de guardias armados durante la noche “por el peligro de los lobos”, aunque es e sospechar que se trataría más bien del riesgo que representaban los bandidos árabes.
Después comenzó a viajar a la Argentina como trabajador golondrina. Los migrantes llegaban acá para la época de la cosecha y luego se volvían a Europa. Finalmente, se casó en la aldea con Regina Moroni, nació su primer hijo (el tío Alfredo) y se vinieron definitivamente para acá. Ambos tendrían unos dieciocho años de edad.
Pedro fue realmente un triunfador. Consiguió un crédito, compró una chacra cerca al futuro pueblo de Canals, trajo a sus padres y después ayudó a viajar y a establecerse a cada uno de sus hermanos. Con los años, le compró una chacra a cada uno de sus hijos varones, bien equipada, y mandó a estudiar disciplinas artísticas a sus hijas mujeres a Buenos Aires. Mi madre Irene tuvo un modesto éxito como pintora al óleo.
Pedro realizó también algunos viajes transatánticos para visitar la Bella Italia, lo que incluía alguna aventura donjuanesca (Ofelia dixit). Muchos años más tarde, mamá todavía recordaba al Nono Pipino, diminuto, sentado silenciosamente en un sillón. La Nona, por su parte, figuraba como una persona culta porque “sabía rezar en latín”.
Es de imaginar el shock y las tensiones a las que estaban sometidos durante los primeros años de vida en la chacra, particularmente la joven Regina, trasplantada de su milenaria aldea natal, donde todo era archi-conocido y lleno de referencias sicológicas, sociales y hasta climáticas de todo tipo, al medio de la Pampa vacía y extraña. La casa era de adobe, rodeada por una cerca de palo a pique y con foso perimetral. Los peones contratados para la cosecha solían ser unos gauchos porrudos con mirada de águila, que aparecían montando caballos enormes, facha que para la pobre chica era prueba definitiva que se trataba de asesinos despiadados. Ella se afanaba en todo lo que podía, preparándoles comidas abundantes con tallarines con buenas salsas y ensaladas variadas con todo lo que había aprendido en el valle del Po. Peor. Una vez, uno de los más feos empujó la fuente de la ensalada y rugió despreciativamente con voz ronca: “Yo no como pasto”.
Pasaba el tiempo. De todas maneras, el trabajo de chacarero consistía en yugar de sol a sol durante las semanas de siembra y durante las de la cosecha, que no eran muchas en el año. El resto del tiempo pasaba en tareas accesorias, bastante livianas, y en inacabables lamentos por la falta de lluvia. Ya dentro del siglo veinte el abuelo viajó una vez a Buenos Aires y comentaba a la vuelta los progresos y las maravillas que había visto en la gran ciudad. “Fuimos con Fulano y otros amigos a un café de la Avenida de Mayo. Habremos estado, no sé… una hora o menos… y en ese rato pasaron por lo menos diez autos…Increíble”.
Algunos años más tarde la familia ya vivía en el pueblo, en una gran casa con zaguán, tres patios, una gran cocina y dependencias, de típica planta romana clásica. Era el centro de la vida del clan, llena de vida y de visitas. En esa época Canals incorporó el progreso más importante de todo el siglo ¡La luz eléctrica! Era otro mundo… El recuerdo familiar refiere que un día pasó de visita el tío Giusseppe. El pobre tío era el perdedor de la familia; alquilaba una chacrita en un terreno bajo en las afueras del pueblo. A diferencia de algunos de sus hermanos no había podido “hacer la América” ni lo pudo nunca. Tímido y petiso, ni siquiera aprendió nunca a hablar en castellano, sino que se expresaba en el pintoresco lenguaje llamado “cocoliche”, mezcla libre de los diversos idiomas y expresiones hechas que aportaron las diferentes corrientes migratorias que aportaban entonces al país. Una cosa análoga a nuestro actual portuñol, pero más enrevesado.
Con la gorra en la mano, la cara colorada hasta la mitad de la frente y la piel blanquísima desde esa línea hasta la calva amplia, estaba el tío Giusseppe apoyado en el marco de la puerta de la cocina hablando con las mujeres. En eso aparecen ruidosamente los dos sobrinos pueblerinos, cancheros y turbulentos ( Sansón y su hermano), vergüenza de la familia. Lo ven y se acercan a palmotearlo: “Tío, tío, ah, ah! !Tomá. mirá! Se cayó este clavo del enchufe… Ponelo de vuelta, que no se pierda”. El tío les contesta en su idioma:”Non ti codes…”
Desde entonces, la tersa y borgiana expresión “non ti codes” síntesis de por lo menos tres idiomas oficiales y un dialecto, ha quedado en la memoria familiar como símbolo de rechazo a los aprovechadores.
Cuando mis tíos mayores llegaron a la mayoría de edad, entre 1915 y 1925 supongo, alquilaron una chacra en la zona de Pueblo Italiano, una aldea situada 45 kilómetros al sur de Canals. El tío Urbano me contó una vez algunas de las alternativas de esa época. El orgullo del comisario del pueblo era un magnífico caballo bayo con una larga y sedosa cola que casi llegaba al suelo y que era cuidadosamente peinada y mantenida por su dueño. Una noche, cuando el animal estaba atado frente a un boliche, manos anónimas le tusaron la magnífica pelambrera hasta la raíz. “Le quedó el marlo pelado”. El comisario quedó rabioso durante largas semanas y estallaba en accesos de furia. No recuerdo, realmente, si los autores del chiste fueron ellos. Pero cabe aclarar que se trató de una broma bastante peligrosa, considerando los tiempos, porque al que agarraba un comisario en esa época iba al cepo o ligaba un chaparrón de latigazos.
En ese ambiente rústico, los Rossaroli introdujeron algunas puntas de modernismo. Aparecían en los bailes con saco y corbata. Los demás galanes, que naturalmente lucían su mejor pañuelo al cuello, los apodaron enseguida “Los Corbalán”. (“Ya llegaron los Corbalán…”). Cincuenta años más tarde, el tío Urbano mira hacia el horizonte con tranquila displicencia, “Psh… Después de seis meses eran todos Corbalán”.
Transcurría la década del cuarenta. Canals ya era un pueblo de alrededor de cinco mil habitantes, con varias cuadras pavimentadas, una débil iluminación en las esquinas y una plaza bien diseñada con un gran mástil y kiosco para las retretas. El suceso del día era la llegada del tren de Buenos Aires. El pasatiempo general era dar vueltas a la plaza en grupos al atardecer, los muchachos en un sentido y las chicas en el otro. Eso duraba hasta el anochecer, cuando todos volvían a casa a cenar. Eventualmente, las parejitas adolescentes ensayaban sus conversaciones en ese lugar bastante lleno de gente, por cierto. Un escenario cándido y sencillo (o retrasado e intolerable, según parezca).
La gran casa familiar de la calle Rosario 218 era habitada y frecuentada por numerosos miembros de la familia, entre ellos hijos y nietos ya grandes que llegaban de visita o se instalaban durante algunos meses por diversos motivos. Todo ese sistema era firmemente regenteado por la siempre soltera Tía Elisa. Una vez coincidieron allí tres primas jovencitas (Ofelia, Isolina y Nora) durante varias semanas para hacer un curso de costura o algo similar. Recibieron el consabido reglamento de horarios de la tía y se habituaron a la rutina, gozando de las novedades del pueblo. Después de ir a la plaza, entraban a las nueve a cenar. Naturalmente, sucedió que con el correr de los días se hicieron de sendos noviecitos que las acompañaban hasta la esquina y la tía tenía que asomarse a llamarlas porque se enfriaba la sopa.
Una noche de primavera se encontraban las tres, cada una con su enamorado, haciéndose sus arrumacos de despedida en la calle lateral, convenientemente protegidas del farol de la esquina detrás de los robustos plátanos que producían unas tinieblas absolutas. Cada una detrás de su árbol. Se asoma la tía y las llama una vez, dos veces. Sin resultado. De repente, se abre catastróficamente una ventana frente a ellas, se ilumina nítida y cruelmente toda la calle y aparece la temible figura del primo Toto Arizmendi, retándolas estentóreamente con su voz de barítono. Qué vejación.
Año 1955. Yo, en primer año del secundario en el Instituto Belisario Roldán (único colegio secundario del pueblo, inventado por el cura Bianco), estaba en la cocina de casa haciendo los deberes de idioma francés con otros dos o tres compañeros. Hay que aclarar que Francés era una materia de primera categoría, similar en dificultad a Matemática o Historia, debido a la categoría y personalidad del profesor. Este profesor era un médico, el doctor Garbarino, una persona muy interesante que había andado corriendo la bohemia por Europa en su juventud. Posteriormente, establecido en alguna ciudad de la provincia de Buenos Aires o Santa Fe, le había robado la mujer a otro y se habían tenido que refugiar en el culo del mundo para siempre; porque en esa época no se jodía con estas cosas.
El caso es que estábamos con todas las antenas en los deberes y entra mamá a ofrecernos un café, o mate, o alguna cosita. Agrandado con mi superioridad lingüística le contesto perversamente, para humillar:
- Rien. Pas de tout.
Para mi gran sorpresa, me responde:
- No quieren nada? Bueno…
- Cómo? Sabías francés? Cuándo lo aprendiste?
Me miró algo confundida y comentó:
- No, yo… Pa es “no”, no es cierto? Yo digo porque se parece al dialecto lombardo que hablábamos acá cuando era chica.
Muchos años más tarde me enteré que el lombardo es un dialecto francés.
Hace poco tiempo, en 2004 o 2005, se hizo una gran reunión de Rossarolis en un club de la localidad de Elena. Llegué desprevenido y me llevé una gran sorpresa; el salón estaba ocupado por una verdadera multitud, todos descendientes de los once hermanos lombardos.
Es decir, los descendientes de todos los hijos de Pepino y Rosa con excepción del tío Giusseppe Non-ti-codes, que no tuvo descendencia. Alrededor de quinientas veinte personas de un total de más de novecientas. La inventora y organizadora de todo fue una chiquita de veinte años o menos llamada Roxana, que vive en Los Cóndores y que fue bancada por su padre Italo. Cosa bárbara.
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